Abrió el cajón de la nostalgia, como cada vez que la echaba de menos. Revolvió en él hasta que encontró su foto, la única que tenía. Con las yemas de sus dedos recorrió, una vez más, su rostro en blanco y negro tamizado por un velo que no ocultaba su rebeldía. Esa fue la última vez que la vio. Entonces, en ese preciso instante hubiera querido gritar un nombre que desconocía. Ahora, después de meses desde que dejara de ocupar su insomnio, en la soledad de su terraza, se lamenta por no haber tenido el valor de cruzar los escasos metros de vida que los separaban, por no haber tocado el timbre del quinto izquierda del edificio de mejillas coloradas y pestañas de hierro forjado en el que, cada noche durante el último medio año, se encendía una luz que le permitía entrar de puntillas en su mundo.
Gabriel descubrió su gesto, entre meditabundo y altivo, una noche a la que se le antojaba imposible que Morfeo hiciera su trabajo. Había salido a la terraza de su ático hastiado de dar vueltas en un colchón que le devolvía más brasas de las que su cuerpo ansiaba desprenderse, una almohada atosigante de pensamientos que lo enroscaban como una enredadera feroz alimentada por las gotas de un sudor incontenible y constante que su frente producía como un riego por goteo. Allí estaba, en la oscuridad de un teatro improvisado, zapeando de balcón en balcón, esperando una señal, un guiño que le regalara alguna imagen que le devolviera la modorra suficiente para convertir en humo todos los rostros con los que su cámara había emborronado el día.
Gabriel llevaba media vida intentando sacar de sus modelos algo más que unas figuras de proporciones exactas y milimétricamente perfectas, unos rostros de sonrisas falsamente blanqueadas y melenas que ni el mejor escultor hubiera conseguido desbaratar. Soñaba con encontrar la emoción sin impostura que traspasara la fragilidad de un papel que lo soporta casi todo. Y esa noche, sin pretenderlo, en el claroscuro de la penumbra encontró frente al espejo de un cuarto de baño el jugueteo de unos gestos de mujer que lo hipnotizaron al instante y a los que sin darse cuenta se hizo adicto.
Aquello se convirtió en una especie de ritual sagrado para Gabriel; como quien se toma una tisana a modo de pócima mágica para invocar a los dioses del sueño o se atonta amasando rosquillas con el humo de un cigarro mientras las contempla desvanecerse efímeras en el universo pasajero que la mujer sin nombre habitaba y que deshace con el solo gesto de apagar la luz, ese que cada noche la acercaba a la vida de su desconocido observador.
Gabriel sin permiso, sin que nadie le hubiera invitado a formar parte de un mundo que no le pertenecía, colaba sus ojos de jonky ávidos de pestañeos, de muecas silenciosas y miradas cabizbajas a un lavabo que no conseguía llevarse por el desagüe la suerte de altivez y desengaño de unas
facciones que por momentos parecían claudicar. Y así se convertía cada anochecer en un ladrón de gestos, en un ratero de emociones con las que llenar el vacío de las fotografías del día siguiente. Hasta que minuto a minuto la tarde fue ganándole la luz al ocaso. Hasta que llegó aquel atardecer gris plomizo que, como un chicle pegajoso y dulzón, se resistía a despegarse del asfalto mientras Gabriel esperaba como el vigía de un faro en la costa de su terraza, que la oscuridad se hiciera cómplice de su cita diaria de mirón sigiloso.
Entonces, sin previo aviso divisó en la azotea del edificio de mejillas coloradas y pestañas de hierro, una figura que recortaba el horizonte. Instintivamente echó mano de su cámara. El falso ojo de vidrio le devolvió la visión nítida y ampliada de la mujer a quien tantas noches hubiera querido robarle el alma. Su musa silente vestida de novia, se presentaba desafiante y parecía gritarle desde las alturas que ahora sí podía fotografiarla, ahora, por fin, le concedía el permiso de acercarse a ella, de dejarse acariciar por el chasquido de un objetivo de mirada impúdica que la estaba inmortalizando.
Envuelto en un regusto amargo, Gabriel regresa a su herida abierta de insomnio, con ademán agridulce, coloca la foto en el cajón de los recuerdos y lo cierra con la llave que los mantiene a salvo de la memoria. El mismo cajón al que acude cada vez que la nostalgia le atenaza la garganta.
Susana Muñoz C.
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